tintero





Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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S21


Los frutos de un ingrato
sabor metálico, señalan
las Islas Lastismeras.
Un barco naufraga tranquilo
y los marinos reman hacia
la playa en donde un jabalí
entierra su presa. La arena
enceguece a los dioses.

Ávaro Mutis

El mapa


   " S21 " fue lo único que recordó de su sueño al ser despertado repentinamente por el pito estridente de las alarmas. "S21", una letra y dos cifras extrañamente vinculadas en su mente con el sabor de una dichosa e inalcanzable isla paradisíaca. Incapaz de distinguir entre sueño y realidad, el estruendo del claxon le llenaba los oídos, retumbaba en su pecho, cambiando por mera amargura el sabor a arena caliente en su boca. Obstinada, la luz roja, la de "sala de máquinas", parpadeaba en la consola colgada encima de su lecho. "¡Joder! - voceó en voz alta mientras empujaba el pulsador para apagar ese infierno - ¡eso nunca va a acabar!" Empapado de sudor, salió sin vestirse de su camarote y caminó por el bochorno de las crujías, sin ánimo, en dirección de la sala de máquinas, cinco cubiertas más abajo. No cogió el ascensor, fuera de servicio.

   "Nivel bajo tanque diario de combustible estribor" señalaba la pantalla de la central de alarmas en el puesto de control, añadiendo la orden "RESET". Apretó el botón así señalado y la pantalla volvió a indicar "NO ALARM". "Normal que saga la alarma, por esta mar fuerte, el barco se balancea mucho" pensó. En realidad no le importaba un bledo aquel follón. Nunca se le había pedido indagar; solo y únicamente cumplir escrupulosamente las órdenes que aparecían en la pantalla. "¡Ya está, compadre!" se dijo para sentirse menos solo quitando el puesto de control escaleras arriba. No sabía ya a dónde subir, como no sabía hacia dónde surcaba este jodido barco en el día naciente.

   Llevaba ya dos años cumpliendo su condena. Le penaron con veinte años por robo a mano armada, agravado por la muerte de un policía. Se le jodió el asalto del Continental por liarse con una chusma de gilipollas de no sabía qué Frente de Liberación, aquellos a quienes pensaba estafar. Sí, eran incompetentes, y se lo habían estropeado todo, y total veinte años, veinte años por haber querido salir de la mugre.

¡Lo bueno, es que aún no toparon con la pasta!

   Mientras tanto aquí había encontrado su perdición. Se había metido en un berenjenal. Le habían propuesto la navegación para rebajar la pena de veinte a quince años. Eso le cuajaba por gustarle la faena cuando de muchacho marinero había querido hacerse con el mundo. Sí, claro, añoraba aquella remota época de inocencia. Pero nunca pensó llegar a ser galeote, bogando así.

   "Ahora nada de las venturas del pasado, luciendo tus flamantes galones de piloto: aquí solito, te quedas solito en esta cárcel sin muros, el mar, solo el mar como inviolables rejas."

   Proponían a los condenados aquel tajo en substitución de largas penas de encarcelamiento. Le pareció al principio cosa inesperada, reanudar con su antigua vida, huir del mundo sin sabor de este engañoso siglo, limpiarse de verdad la cabeza, el corazón, curar sus heridas con el fuego mineral del mar. Sí, le proponían precisa penitencia marítima para cambiar de pellejo, expiar sus culpas afrontando el océano, al viento, el cielo, a sí mismo. Y luego renacer, pero esta vez, carajo, "¡con un dineral!"

"¡Valía la pena!"


   A partir del año2020, en pos de la crisis mundial, empezaron a construir aquellos buques gigantescos, con tripulación de un solo hombre, joyas de automatización y de telecontrol por satélites. En realidad no hacía falta que uno conociera mucho de navegación o de tecnologías marítimas, solo le pedían que cumpliese las órdenes del "Capitán", órdenes que se transmitían por las pantallas de abordo. Únicamente, había que seguir un curso de instrucciones de dos semanas, no más. En su caso, sobraba. No se sabía exactamente quién era ese tío, "el Capitán": ¿un ordenador central o una persona que mandaba no se sabía desde qué país, qué continente? Daba igual, había que obedecer y cumplir con lo que mandaba ese muy perro. Si se descuidaba uno o arriesgaba los trebejos, al toque te caía la zurra: pena alargada, o peor... No se podía modificar de ruta, tampoco de velocidad, ambas escogidas automáticamente por el Capitán. A veces este ordenaba un cambio momentáneo de rumbo, cuando era precisa una presencia a bordo, para sortear cualquier peligro imprevisto. A veces, cuando retumbaba una alarma, se necesitaban sencillas intervenciones en la sala de las estentóreas máquinas, en su infierno de cañearías y de olor a grasa caliente. Lo más fastidioso era acudir a las repetidas alarmas falsas de las máquinas. A bordo de ese barco, hasta entonces, nunca hubo que hacer más que apretar el botón "RESET" para apagar el estrepitoso claxon. No entendía el porqué de esta tortura de ser despertado para nada. Sin embargo, al "Capitán" no se le podía engañar, veía todo, oía todo, sabía todo el muy cerdo. Siempre se navegaba mar adentro cargando contenedores. Nunca se dejaban ver alguna tierra o huella de vida humana. De Pascuas a Ramos se notaba un puntito al horizonte ¿otro barco? Sí, el horizonte solo, vacío, siempre más allá. Para ubicarse podía consultar un mapa digital en una pantalla de a bordo, incluso con las coordenadas geográficas del buque, pero sin muchos más detalles que en las que se enseñaban en los aviones a los pasajeros para que hicieran tiempo.

   Por el éxito económico de este modo de transporte, pronto, se les antojó a los Potentes utilizar a los grandes penados para viajar de un lado para otro del gran charco. Imaginaron, pues, en alta mar muelles flotantes de carga y descarga de los contenedores. Inmensas grúas pórtico dominaban entonces el barco, acabando con las operaciones comerciales en un santiamén. Allí también todo automático, ni un rastro de humanidad. Por detrás de los cristales oscuros de las cabinas de mando encaramadas en la cumbre de aquellas zancas de hierro uno no podía saber si un alma vivía. Sospechaba, que se llevarías los contenedores una vez que el barco hubiera Zarpado. Las travesías demoraban unos once días. A bordo de aquellos barcos penitenciarios las condiciones de vida de los claustros resultaban muy poco cómodas y ante todo aburridísimas: un camarote sencillo, arriba al lado del puente de mando, si se podía llamar aún así a ese lugar donde se encontraba lo estrictamente necesario para cumplir las exigencia del Capitán, nada más. Por supuesto ningún lugar del exterior donde pudiera uno cambiar de aires tomando el sol, infeliz gaviero aprisionado en su puesto de vigía. Una bandeja de bazofia por día, no sobraba una, para recalentar en el microondas. Salvo cuando lo necesitaban las alarmas, pasaba el tiempo echado en su catre, dormido o no, el seso enloquecido dentro de su cráneo dolorido por sus pesadillas, por sus habituales demonios. Comía cuando se le antojaba, sin hambre, por mero aburrimiento. El día, la noche, la comida, todo le daba igual.

   Sí, tenía la negra, acorralado en un verdadero calabozo de soledad, en un mundo hostil donde, la desazón y la locura, peores que el Capitán, le acechaban en todo lo que le rodeaba.

"¡Aguantar!"


   Tenía que aguantar. Seguir viviendo, pasara lo que pasara. No dejar que la locura le vaciara el alma, que la soledad le machacase el seso. Había que sortear todas las trampas que querían armarle. Tenía que rescatarse vivo, vencer, para que la desdicha no fuese siempre suya, para que fuera por fin dueño de su destino. No quería que le ablandara el espejismo del mar, su engañador espectáculo. Desde luego había identificado al enemigo escondido detrás del horizonte, en el aire salado que se deslizaba por todo los poros de su piel, en el sol implacable que le encendía los ojos y le blanqueaba los huesos, en el cantar de muerte del viento traidor, en las tinieblas húmedas y mudas de la noche que le congelaban el entendimiento. Había que luchar contra todos estos demonios, incluso encontrándose una noche de tormenta sobre la cubierta superior, desnudo en el chubasco, retando a los elementos, enseñando los puños a cada uno de los zumbadores relámpagos, potentes estroboscopios que animaban los nubarrones de tinta, contestando con aullidos a cada uno de los truenos que retumbaban lóbregamente en el acero del casco, insultando al cielo, la lluvia, el viento hasta que, por la madrugada, se iba disminuyendo la ira del océano hasta disfrazarse del llano hechizo del mar. Entonces, hecho polvo, tiritando de frío y furia, había bajado a su guarida, feliz porque una vez más vencedor, victorioso de sus temores, de las tinieblas.

   Los presos cambiaban de barco cada veinte idas y vueltas de un lado al otro del mar. Sospechaba, él, que era por razones de seguridad, para que no se acostumbrara uno demasiado al barco. El buque a bordo del que se encontraba hacía unos diez viajes, no era penitenciario de origen. Parecía un antiguo portacontenedores transformado para este uso. Conservaba sus cubiertas de alojamiento de la antigua tripulación. Sin embargo todas las aperturas se encontraban cerradas a cal y canto con espesas chapas soldadas. El puente de mando y el antiguo camarote de vigía ubicado en su parte trasera, donde se alojaba, eran las únicas habitaciones accesibles. Para bajar hacia el puesto de control de las máquinas tenía que utilizar los pasadizos exteriores. Aquel añejo barco constaba aún de un puesto de control cerca de la sala de máquinas, mientras que a bordo de los modernos todo se controlaba desde el mismo puente de mando. Mejor que ese barcucho de mierda, porque no hacía falta, pues, afrontar la noche o el mal tiempo para acudir a la máquina cuando retumbaba una maldita alarma. De todas maneras, le habían quitado todo el armamento. En el espacioso puente de mando quedaba un solo pupitre: unos botones de mando, un teclado y un par de pantallas electrónicas, una para el mapa digital y la otra para las órdenes. Ya nada de bitácora y timón, todo se urdía mediante el teclado.

********************


   No necesitaba en absoluto consultar el mapa para saber cuál era la ruta. Al ir a América el barco huía del día naciente. Al volver a Europa, el sol caía en su estela. Según la pantalla, el recorrido se hacía en el Atlántico Norte entre un lugar del mar situado a unas cien millas al sur del cabo portugués San Vicente, y otro punto a la misma distancia de la costa estadounidense de Florida. Le parecían dos puntos obviamente estratégicos del comercio marítimo entre ambos continentes. A pesar de la fecha y de la hora, hora universal, la de Greenwich, distribuida en todas las pantallas, eso era todo lo que él sabía de su navegación.

   Y eso le daba igual. Lo imprescindible era resistir, apechugar con la condena, y luego disfrutar del potosí, el suyo, que estaba esperándole allá, escondido donde él solo sabía.

¡Resistir!


   Por supuesto, se había enterado de que las doce horas de la pantalla no encajaban con el sol al alcanzar cada mediodía su máxima altura. La diferencia de longitud se lo explicaba obviamente. La demora entre los dos eventos evolucionaba al compás de su progresión hacia el este o el oeste. Sin embargo no se había atrevido a averiguar más adelante con este detalle. Desconfiaba de su memoria, ya remotas sus navegaciones, y sobre todo recelaba de los enredos que hubiera podido liarle ese gran burro, el Capitán. "¿Será la verdadera hora?"

   Así corría el tiempo paulatinamente, día tras día, sin sabor, desconfiado de todo lo que le rodeaba, el barco, el Capitán, el mar, el cielo, el horizonte, el viento, el sol. Receloso de él mismo, teniendo a raya la rabia, la locura que repentinamente rezumaban saladas por todos los poros de la piel.

   Utilizaba a menudo la mesa de mapas aún en la timonera. De madera masiva, ancha y pesada, "no habían podido desembárcala" comprobaba. Todavía constaba de los grandes cajones, por debajo de la tapa, utilizados para guardar los mapas de papel cuando se usaban aquellos documentos. Todos se encontraban cerrados con llave. Un día, almorzando sobre este tablero, por mero aburrimiento, se le antojó forzar las cerraduras. Lo consiguió muy fácilmente: naturalmente todos estaban vacios. Cuando logró abrir el último descubrió, asombrado, algunos mapas, casi nuevos. "¿Los habrán olvidado?", pensó. Sin embargo volvió a cerrar el cajón con apuro, el corazón latiéndole a golpes, mirando de reojo la cámara de video móvil de vigilancia: afortunadamente estaba dirigida hacia el otro lado de la habitación. "¡No metas la pata, coño, que te pueden pillar!", dijo para él mismo. "Volveré, fuera de la vista de ese chivato."

   Esperando los momentos oportunos, logró sacar con sigilo los cincos mapas del cajón uno por uno, sin que fuese pescado por el ojo electrónico del Capitán. Los escondió debajo de su lecho. Se trataba de los cincos atlas marítimos que abarcaban todos los océanos del globo. Decepcionado, el que le interesaba, Atlántico Norte, no era mucho más detallado que el digital. Los demás, del Pacífico o del Índico no iban a servirle para nada. Sin embargo los usó como lectura para divertirse, para escaparse de su desdicha, durante las interminables noches en vela, sin poder conseguir ese sueño anhelado que se había esfumado a lo largo de su vida de soledad. Este sencillo entretenimiento le impulsaba un poco de serenidad, librando su espíritu que se oscurecía por el recelo y la amargura.

   Así, cavilando sobre este detalle de la hora, se acordó pronto de que era muy sencillo calcular la longitud del barco cada mediodía. Había que apuntar la hora de la pantalla exactamente cuando el sol culminaba en el cielo, es decir, cuando las sombras en la cubierta se encontraban mínimas. "Tres cientos sesenta grados por veinticuatro horas, quince grados por una hora, quince minutos de longitud por un minuto de tiempo de retraso..." calculó muy nervioso. "La hora leída equivale a la longitud presente", profesó. "Sí, medir el tiempo para ubicarse, ha sido durante siglos el mayor desafío de los navegantes. Además podré establecer, día tras día la hora cambiante del mediodía, arreglármelas en armonía con el sol, en armonía conmigo", reflexionó. "¡Volveré a ser dueño del tiempo, de mi tiempo, de mis días, de mi espera, de mi esperanza!, ¡en las narices de ese muy tonto, el Capitán!" se entusiasmó.

   Se ejercitó en eso al día siguiente, y los días siguientes, con tesón. Pero no llegaba a un resultado coherente. Se enojaba muchas veces: "¡Qué coño!, eso es muy sencillo, ¿por qué no anda?". Sabía bien que aquel método no podía facilitarle una precisión tremenda, eso sí. "El seso se me ha vuelto morcilla blanca" se quejaba. Sin embargo repitió la operación cada vez con más esmero para aprehender el momento exacto de la culminación, sin conseguir más cohesión con respecto a la posición oficial del mapa digital.

   Fue después de la "escala" americana, al regresar a Europa, cuando descubrió algo que le congeló la sangre. Sus cálculos eran ajustados y con resultados suficientemente precisos, empero negaban el recorrido del barco sobre el mapa digital. Aunque la longitud lograda cada mediodía variaba muy regularmente conforme a las variaciones constatadas sobre el mapa digital, correspondientes a una velocidad estimada por él de quince nudos, ella superaba obstinadamente la de la pantalla, de un promedio de sesenta y un grados, más al oeste. Aquellas longitudes no tenían nada que ver con el Atlántico, cabían mejor en el Pacífico. "¡Qué carajo es eso!" se dijo derrotado. Y luego, tajantemente: "Sí, no estoy equivocado, no hay que dudar más, esos malditos están engañándome, me toman el pelo, ¡estoy jodido!, ¡me joden hasta los huevos!" maldijo.

Siguieron varios días de desesperación, de rabia y de locura que le brotaban por todos los agujeros del cuerpo, días de noches negras, antes de que se aquietara recobrando poco a poco el entendimiento.

   "¡A mí no se puede marear la perdiz!" grito en un acceso de ira. "¡Yo no quiero ser él que siempre pierde!, ¡Yo quiero ser el dueño de mi fortuna!" "¡El que me la hace me la paga!" añadió interpelando al cielo.

"¡Sí, van a ver de qué estoy hecho!"


    Aumentaban las alarmas que le hacían acudir cada dos por tres al puente de mando o al puesto de control, siempre inútilmente, "RESET", impidiendo que se durmiese durante un largo trecho. ¿Le habría pillado el Capitán? Al fin y al cabo no le importaba un bledo aquel castigo: le mantenía en vela para pensar, para buscar una solución a este desafío, para urdir su venganza. Buscó, y siguió buscando largo tiempo sin deshacerse de su implacable voluntad de desquite. Investigó en todos los rincones de su memoria, pesquisó en todos los escondrijos del barco. Por lo menos en todos aquellos que estaban a su alcance, y sobre todo, a escondidas de los numerosos ojos inquisidores del Gran Cerdo. Se decía: "Omitieron desembarcar estos mapas porque lo olvidaron, o, más bien por ser documentos despreciables e inútiles para la navegación electrónica de entonces." "En ese caso, ¿se habrán descuidado de otros anticuados bártulos que podrían resultarme provechosos?" se preguntaba.

"¡Coño! ¡He dado en el clavo!" se alegró al descubrir aquel tesoro.


   En la parte trasera de su camarote, había un pequeño recinto cuya obturación exterior se encontraba carcomida por la sal. No le costó mucho esfuerzo doblar la chapa mal soldada. Además estaba fuera del campo de vista de las cámaras. Allí encontró lo inesperado. Descubrió por dentro, mezclados entre un montón de cachivaches de poco interés, documentos e instrumentos echados allí por los necios reformadores del buque, seguramente, desconocían el uso de aquellas antigüedades: entre ellas un sextante completo en su caja de madera y un almanaque náutico del Real Instituto del año... 2015.

Este hallazgo tendría que cambiarle la vida.


Ahora tenía que volver a hacerse dueño, después de muchos años, de este instrumento mágico, de este libro cabalístico, con el propósito de determinar su verdadera peregrinación por el mar, eludiendo la farsa del mapa digital.

Porque ¡a él no le podían enredar!


   Rápido organizó con mucha disciplina su tiempo al compas del sol, del día, de la noche. Ya sereno y descansado, ahorró toda la energía que necesitaba para trabajar y estudiar. Le costó mucho para conseguir lo que quería, mucha jaqueca, mucha cautela para que el Capitán no descubriera su empeño, burlándole siempre con una flema fingida. Superó muchos desalientos, muchas equivocaciones, mucho trabajo para extrapolar, conforme a lo que le enseñaba el almanaque, las coordenadas solares del año 2015 al año 2023, año presente. Necesitó dos viajes para lograr un método que le permitiera medir con el sextante la altura del sol con respecto al horizonte; alturas suficientemente fiables con las cuales calculaba la latitud y la longitud del mediodía, por lo tanto la veraz posición del barco. Desgraciadamente no podía hacerlo cada día, dependía de las nubes, del estado del mar, y sobre todo de la vigilancia del Gran Burro. Muchas veces pensó que este lo había sorprendido. Pasaba entonces varios días de miedo sin que se atreviese a salir de su camarote solo cuando lo llamaba el pito de las alarmas. Sin embargo pudo, al final, obtener suficientes posiciones a lo largo de los once días del viaje para revelar el recorrido de verdad del buque sobre el mapa de papel, pero no él del Atlántico Norte, ¡sino el del Pacífico Sur...!

   Según lo que había descubierto, el barco se ubicaba a unas cien millas de la costa norte de Chile, a la altura de Arica, cuando atracaba al supuesto "mulle portugués" del digital. Tampoco se situaba atracado al virtual muelle de Florida cuando se encontraba, en realidad, en medio del océano Pacífico, ya entre los puntitos esparcidos del mapa que señalaban las islas del archipiélago de los Tuamotu. La travesía era similar a la del engañador mapa digital, con la gran diferencia que ya no en el hemisferio norte, sino en el hemisferio sur.

Ya no cabía duda, le estaban tomando el pelo, "¡jodido estaba, hasta los...! "


   ¿Por qué engañar a un infeliz en su situación, que ni siquiera le importaba saber en qué jodida mar se iba destrozando poco a poco? ¿Por qué esta absurda embuste? ¿Para qué les iba a servir? Un repentino escalofrió le paralizó al darse cuenta de que, claro, había metido la pata en algo muy gordo, desmedidamente gordo para él.

********************


   "Y ahora ¿qué?", se preguntaba desengañado. "Ahora que has descubierto el pastel: ¡nada de nada!" "Ahora eres más infeliz, ahora se estrecha todavía más el horizonte, se acercan implacablemente las paredes de tu cárcel. El enemigo sigue asediándote por todas partes, te va a faltar aire...", sofocaba amargo. "¡Lo único que conseguiste es estar más jodido de lo que tú lo pensabas!"

¡Aguantar!, no le quedaba nada más que aguantar.


   Sin embargo, no quiso avergonzarse, darse por vencido. Por eso decidió seguir su trajín con el sextante, ahora sin esconderse, a la vista del Gran Cerdo. Quería mostrarle que se había enterado de todo y que desde entonces los Potentes tendrían que tomarlo en cuenta, fuera lo que fuese. Además necesitaba aquella actividad para mantenerse de pie, para que se aliviara su soledad, para guardarse de la locura al asecho.

   Este estatus quo permaneció muchos días hasta que, una tarde, poco después de zarpar de los Tuamotu, una alarma le llamó al puente de mando. Al acercarse al pupitre, descubrió con estupor en la pantalla, y por prima vez, el mensaje que le estaba destinado:

   "Sabemos todo lo relacionado con su descubrimiento. Lo habíamos elegido por su antigua experiencia para llevar a cabo esta operación especial de transporte de materias radio activas en el Pacífico. Este buque acaba de descargar aquellos últimos contenedores. No atracará después en ningún otro puerto del mundo por estar, como usted, altamente contaminado por la radio actividad."

   Al acabar de leer, rompió a desternillarse de risa. No podía contener en absoluto estas carcajadas nerviosas. Tenían que brotar a chorro de su pecho, de su garganta, un chorro estruendo que llenaba todo el espacio de su cárcel flotante, el puente, la cubierta, que se derramaba al mar y se deslizaba a su superficie hacia el fugaz horizonte, llevando con ellas todas sus ansiedades, todos sus temores, todas sus vergüenzas, todas sus frustraciones, todas sus soledades.

   ¿Qué pensaban esos idiotas? ¿Qué les iba a dar las gracias por su elección? ¿Qué iba a dejarse ir a pique en medio del océano con ese barcucho de mierda cuando ellos lo decidieran? ¡Ni hablar! Siempre sería dueño de su salida, por la puerta grande. No con los ojos llorosos y el rabo entre las piernas de un perro rabioso que se deja acabar.

El no andaba al dictado de nadie.


   "Cuando huele a cuerno quemado, hay que dar las buenas noches a la concurrencia y abrirse por las bravas, pues, de perdidos al río, o más bien por ahora: "de irradiados al mar", sentenció burlón.

   En efecto, esperó la noche, cuando sabía los últimos islotes del archipiélago de los Tuamotu agachados a ras del horizonte, antes de que se iniciaran las inmensidades oceánicas. Esperó con amplia serenidad del alma, apretándose a abandonar sus últimas ilusiones en esta metálica madriguera de animal cautivo. Ya, a horcajadas sobre la barandilla de babor, la cabeza llena del alboroto de las aguas oscuras resbalando contra el casco, el pelo empapado de sal y de velocidad, se dejó caer en las tinieblas.

Le acogieron los mil brazos tibios del mar materno.


Dejaba por detrás ese agresivo mundo de hierro que se esfumaba en la noche con el fuego de popa del barco, afrentándose con otro, mineral y saldo, totalmente desconocido. Nadaba con brazadas vigorosas y precisas, microscópica voluntad hundida en el gran océano. Nadaba hacia el norte donde podría topar con su destino.

********************


Le ardían los parpados cuando los abrió descubriendo un horizonte vertical. Se encontraba desplomado en el suelo, la mejilla derecha aplastada en la arena caliente. Miró su cuerpo desnudo, la piel curtida, surcada por profundas arrugas, "ya, la de un viejito" pensó. "¿Será la radio actividad?". Movió este cuerpo lleno de agujetas para poder ver al fulano que lo llamaba agachado a sus espaldas: "¡Capitán, despiértese!, un anciano como usted, no debería dormir la siesta a pleno sol." Aquel viejo Capitán demoró un buen rato antes de reconocer la sonrisa bonachona de su chofer.

Éste lo ayudó a ponerse de pie y vestirse con pantalón y camisa de lino blanco. Lo respaldó al cruzar la playa hacia el Jaguar MKII 3,8L que lucía en la sombra de los mangles.

"Lo están esperando en casa para su partida de bridge, Capitán."


No había muchos vehículos en aquella isla privada para mayores. Pues, el Jaguar, el último capricho del viejo Capitán, llevaba la matrícula "S21".

Juan-Roberto
Marzo de 2012


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