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Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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El examen psicológico


La madre besó a su hijo en la sala de espera del psicólogo.

Se bueno Pedro, no tardaré mucho, tengo que hablar con el señor y al salir, te compraré un buen helado. Mira, aquí tienes revistas, libros, juguetes... Todavía indecisa, la madre entró en el despacho del psicólogo. ¿Había sido una buena iniciativa consultarle? Siempre temía la madre que su único hijo no fuera normal. Pero ¿por qué no lo sería? No tenía motivo para alarmarse. Pedro era un chico encantador, cariñoso, amable, simpático, obediente, razonable, todo lo contrario de los horribles monstruos que veía en la calle, opuesto también de los hijos terribles de sus amigas que a menudo lloraban porque no lograban hacer obedecer a sus hijos. Temía para el desarrollo y la salud mental de Pedro, algo incomprensible, algo de madre a la que el amor maternal le chupa los sesos. El psicólogo leía los resultados con un ojo inquieto mientras que hojeaba un libro con una mano y acariciaba su barba blanca con la otra. Era un mal presagio. La madre sintió el suelo abrirse y engullirla en los subsuelos oscuros de la angustia. Sus temores eran fundados. Un niño tan afable no puede ser normal. Ni una rebelión, ni una riña, ni una queja, ni un capricho, ni un grito, ni un llanto de rabia. Solo puede ser, tal apatía, el signo de la perversión más profunda. Eso lo sabía íntimamente, pero tardó mucho en reconocerlo. No sabían sus amigas que suerte tenían por estar perpetuamente al borde de la crisis de nervios por lo de la educación fracasada de sus pequeños tiranos. El psicólogo se decidió a explicar su diagnóstico:

test del árbol
La madre de Pedro estaba aterrada, empezaba muy mal el análisis, un análisis que despertaba eco de sus temores inhibidos. ¡Por supuesto que lo había notado esta madre en plena derrota emocional! O tal vez no, no lo había notado, no lo sabía, no se acordaba, era demasiado para una sola vez. Sí, había observado por ejemplo que su Pedrito se sonaba a veces de modo raro, sin ruido, como un pérfido, luego miraba sus mocos sin asco, como un vicioso. A cada nueva frase del verdugo, la madre se hundía un poco más sobre su silla. Trataba de ofrecer menos superficie para reducir el tamaño del blanco, su orgullo de madre se había vuelto blanco para las flechas del psicólogo. Es por la culpa del lado derecho encorvado que todos lo encuentran amable pensó la madre. De repente, tomó la decisión de enseñarle a Pedro a dibujar árboles robustos y elegantes con un lápiz firme. No estaba la madre en un despacho, se quedaba inmóvil en medio de la lona del ring. El psicólogo, boxeador implacable, le asestaba meticulosamente puñetazos cada vez más seguros, cada vez más certeros, cada vez más fuertes, cada vez más precisos, cada vez más dolorosos. La madre llamó a Pedrito, nombre que en su corazón martirizado sonaba como pedradas. El psicólogo le preguntó: Fue el nocaut, la estocada. La madre tiró la toalla y se rindió a la evidencia. Había dejado caer el dibujo que ahora no temblaba en su mano, un árbol caído manchaba el suelo rojo del despacho. Estaba fuera de combate. El psicólogo pidió a Pedro que volviese a la sala de espera, porque tenía que hablar largamente con su madre. Hablaron... el psicólogo pronunció un monólogo largo, preciso y cruel. La madre no entendió todo, aunque grave, el caso no era desesperado. Con dos o tres años de psicoterapia, el niño podría mejorar. Entendió que siguiendo así, su hijoo estaría completamente perdido, fuera del mundo. Su árbol parecía ser un borrador, porque Pedro era un borrador. Pedro no pensaba, no veía nada, no sabía nada, estaba en otro universo, sin pasado, sin futuro, sin actualidad. ¿Un borrador su hijo?

Al salir del inmueble, el aire despertó a la madre. Pedro estaba fuera del mundo pero era goloso, lo que le quedaba era la golosina. Lo que le quedaba, era el helado prometido. Sin embargo la pregunta le salió sin querer:

El accidente


Antón Terías septiembre de 2012


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