taller de escritura





Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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La dueña del retrete


Era dueña del retrete. No por ser una dueña de inferior clase en el palacio como las llamaban los aristócratas. No, era ama de casa, alma de casa y reina de su dominio: su casita y sobretodo, su retrete. Era dueña del retrete, princesa del inodoro, soberana del excusado, infanta de la taza, monarca del sanitario.

Subió a este trono por pragmática sanción. Igual que a Isabel segunda de España. Rosana fue como Galdós llamó a la reina, "la de los tristes destinos". Hasta que se rebelase contra su condición, es deci,r la desigualdad que golpeaba a las mujeres de esta época, la intransigencia social que les condenaba a una vida humilde y servil. Ella misma tomó la medidas adecuadas para liberarse. Se mostró pragmática y sancionó a sus carceleros, sin piedad, sin escuchar a su corazón, ciega de rabia, sorda por venganza.

El fin del combate la dejó vacía, pero orgullosa de su subida al trono. Allí, sentada, tranquila, escribía. Sólo allí podía escribir, era su afán, su justificación, su salvación. En cada línea vivía otra vez su largo combate. Al final de cada página, se declaraba vencedora. Tuvo el valor de cambiar su destino.

Había perdido la fe pero no su sentido de culpabilidad. A Rosana le importaba un bledo el pecado original. Era simple, nunca había comido el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, nunca tuvo un roce con el conocimiento, no era asunto de mujeres en su época. Aprendió a farfullar sus lecturas, aprendió a caligrafiar más que a escribir y se fue de criada al palacio de la duquesa.

Rosana se jactaba de ser autodidáctica. Lo era de verdad. Antes de que se fuera para siempre de la escuela, su maestra le regaló Crimen y Castigo de Dostoievski. Le dijo a su alumna,
Rosana no había entendido lo de los abismos y tampoco lo de las cimas. Solo había comprendido que había un mensaje en este libro. Ya que para ella, la maestra era la Santa Virgen, Crimen y Castigo se convirtió en la Biblia. Fue leyendo Crimen y Castigo cuando se hizo escritora.

En el palacio de la duquesa, el trabajo era duro. Rosana se levantaba a las cinco de la mañana y se acostaba a las diez de la noche. Su único descanso, lo tenía en su minúscula habitación, sentada en su orinal de porcelana, su lujo. Su flujo de vientre era una bendición. Evacuaba y mientras que evacuaba leía Crimen y Castigo sin hacer ninguna relación. No tuvo ninguna premonición, sin embargo, era una señal del destino.

Rosana aceptaba todas la tareas menos una: vaciar el orinal. Cada vez le mordía la vergüenza de una manera atroz. Lo hacía por la noche, cuando no había nadie en los pasillos. Andar con el orinal, era una tortura. Su personalidad se rompió entre la felicidad de la lectura mientras evacuaba y el suplicio de la otra evacuación. Era un castigo sin crimen, una injusticia.

La gota que hizo rebosar el orinal, perdón, el vaso, la derramó la duquesa ella misma. Se enteró por malas lenguas, que nunca faltan, que una de sus criadas, se dedicaba a hacer una cosa increíble, un acto que no era de su condición: leer cada día, y además un libro extranjero, un libro que hablaba de crimen (lo que era más o menos lo mismo), lo que permitíó suponer que no tenía una conciencia muy limpia.

Tuvo, la duquesa, las ganas de reírse un poquito de Rosana y le preguntó sobre el tema del libro. Así empezó todo.

***
Por fin, tengo un inodoro de válvula con evacuación a la red de alcantarillado. Pero nunca olvidaré la humillación de vaciar el orinal. Esta vergüenza aún me asfixia. Por eso escribo, es mi alivio. No necesito un despacho, tampoco quiero uno, estoy más cómoda sentada en la taza del retrete, escribiendo en cuadernos escolares, como los que tenía en la escuela a la que solo pude ir durante dos años.

Como Sonia y Raskolnikov, me sentía desgraciada por la mala suerte que me tocó vivir. Él por ser un estudiante pobre que no tenía dinero para seguir estudiando y sacar la carrera que merecía, ella, obligada a prostituirse para sobrevivir, yo, por no tener otra esperanza que ser criada temiendo siempre ser despedida. Crimen y castigo tiene su enseñanza y debería ser un libro de lectura obligatorio. Sería demasiado peligroso para las clases sociales altas (incluso la burguesía). Esto sería correr el riesgo de despertar las conciencias de seres a menudo más inteligentes que estos aristócratas estúpidos de suficiencia... como me despertó a mí.

La duquesa me mandó un día que le trajese mi libro (el único que había leído). Había mucha gente. Me hizo leer unas páginas, quería reirse de mí delante de sus invitados. Se aburrían y la duquesa pensaba haber encontrado una maravillosa distracción. Sin embargo mi voz fue firme y límpida, mi lectura fluida y la entonación perfecta. Al cabo de un rato me interrumpió.
  • - ¡Qué rollo! No deberían escribir los ingleses, son unos impertinentes.
  • - Dostoïevsky es ruso duquesa.

La duquesa se enteró de las sonrisas de algunos invitados. Supe que me había hecho una enemiga implacable.

La duquesa, una enemiga ¡Qué amargo placer! Una criada no debería permitirse esta locura, pero que le hubiera humillado una persona de tan poca montura como yo era un éxito para mi inteligencia. Había perfeccionado mi lectura sola, había entendido casi todo lo que estaba escrito, conocía a un escritor que una duquesa desconocía, me sentía superior.

La duquesa no era inteligente sino malvada. No aguantaba la idea de que hubiera revelado su ignorancia delante de sus invitados y rumiaba su venganza. Me llamó otra vez para otra lectura. No actuó ella porque le faltaba la sutileza necesaria, se encargó de eso a un hombre que nunca había visto en los salones de la duquesa. El hombre abrió mi libro y apuntó con el dedo el texto que debía leer,
  • - «Lo que yo insinué fue tan solo que el hombre extraordinario tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral..., de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad...»
  • - ¿Qué te parece?
  • - Me parece... b... bien

Había tartamudeado lo que hizo reír a la duquesa tomando testigos entre la asistencia. Se sentó para asistir a mi derrota.
  • - Señorita (el tono despreciativo regocijó a la asistencia), esta novela no es una receta de sopa. La sopa alimenta el cuerpo mientras que la literatura alimenta la mente.... de los que tienen una. Este pasaje anuncia a Nietzsche ¿no?
  • - ...
  • - Veo... Uno de los temas de la novela es el mal como prueba del amor de Dios. La libertad que nos concede Dios tiene dos extremos, uno es el mal, el otro es Dios. Somos libres y Dios nos creó con el derecho a ejercer la libertad, es decir, andar hacia un extremo u otro. Si no existiera el mal, estaríamos en la cárcel, si no existiera el mal no podríamos elegir o no hacerlo y tampoco podríamos pensarlo.

Los fuertes aplausos saludaron al vencedor. La duquesa no escondía su placer.
  • - Retírate, te espero en mi habitación esta noche. Tengo trabajo para tí.

Me fui con la mente vacía, solo preguntándome sobre el castigo que me esperaba, un castigo sin crimen. Fue terrible.
  • - Hijita, no conoces a Nietzsche, no conoces la vida de Dostoievsky. Nació en el manicomio en el que trabajaba su padre, siempre estuvo en contacto con los enfermos mentales, padecía epilepsia y tuvo que convivir con la pobreza y eternos problemas familiares. No me extraña que haya escrito unas mierdas. Ya que estás acostumbrada a llevar mierdas, vendrás a vaciar mi orinal. No me gusta la época en la que vivimos, tampoco sus asombrosas invenciones. No usaré el inodoro nuevo que hizo instalar al duque.

El mundo vaciló. Nos rechazaba, a Dostoievsky y a mí. Nos trataba como unas mierdas. Quise huir. Pero ¿adónde? Mi padre no me quería en la casa. Tenía que trabajar en el palacio para darle algunos duros. Ya había gastado mucho cuando era niña para alimentarme y vestirme decía él. A mí me tocaba el deber de devolver el dinero. Y tenía que casarme y no volver a la casa que era la herencia de mi hermano. La ley Sálica era la ley de la familia.

La ley Sálica, otra injusticia que me hacía vomitar un amargo disgusto. La ley de los hombres, el desdén de la mujeres. Y de repente entendí a Raskolnikov: «el hombre (el ser humano, mejor) extraordinario tiene el derecho de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas». Era libre por amor de Dios, lo había explicado muy bien el hombre. La maestra había hablado de la prágmatica sanción. No me acordaba muy bien de lo que había dicho, solo que era el derecho de una mujer a tener herencia, y que la palabra «sanción» era la más pertinente en este caso.

Tardé algunos meses en elaborar mi pragmática sanción. Noté que cada mes, el duque daba a su mujer un paquete de billetes para su ropa, sus sombreros, sus caprichos. Sabía donde lo escondía (los aristócratas olvidan fácilmente la presencia de gente como yo). Sabía también donde colocaba sus joyas (a veces menos caras que los estuches). Pasaba mucho tiempo delante de su tocador mirándose en el espejo. Eso me ponía muy nerviosa, como si fuera necesario asegurarse de su belleza antes de dormir...

Su escritorio estaba cerca del tocador. Nunca escribía pero leía su correo. Tenía un maravilloso abrecartas con mango de marfil. Fue una felicidad ver su mirada estúpida seguir los actos de su «hijita» yendo al escritorio, cogiendo el abrecartas y volviendo para hundirlo en su garganta.

El resto lo hice como soñando. Robé todo lo que tenía valor, y fui a la casa de mi padre. En el camino escondí todo en el tronco de mi árbol preferido que tenía un agujero, menos un billete para entregar a mi padre. Nunca había visto a mi padre así. Estaba loco de alegría e... impensable, ¡me besó! Escondí un doble de la llave de la puerta del palacio que había pedido que me hiciera a un cerrajero en un cajón y una perla en un bolsillo de la chaqueta de mi hermano, una chaqueta que nunca llevaba para no usarla.

Volví a mi habitación, me arremangué, me quemé el brazo con la llama de la vela y me acosté. A pesar de las mordeduras de la quemadura pude dormir un poco hasta que la camarera mayor de la duquesa me despertase con sus gritos innobles. Los policías fueron amables conmigo, una jovencita tan tímida, tan ingenua, tan aprensiva. No pude esconderles la quemadura que me había hecho mi padre y mi hermano para que les entregase una llave de la puerta del palacio.

***
Cada día, Rosana escribía la misma historia. Cambiaba las palabras, insistía más sobre un acontecimiento, se olvidaba de otro. Cada día era otro punto de vista, pero cada día era la misma historia: su historia.

Por supuesto, su padre y su hermano habían, sido encarcelados, y ella vivía ahora en la casa de su infancia: su casa. Para no despertar las sospechas de la vecindad, no mandó ninguna obra, salvo un espléndido retrete donde poner un inodoro de porcelana. Por supuesto, no había red de alcantarillado en el pueblo. Se satisfizo con una tubería perdiéndose en las profundidades de las excavaciones que ordenó. Cada día, al despertar, admiraba el horizonte exquisito de una larga jornada sin trabajar. La trabajadora compulsiva se metamorfoseó en una auténtica vaga. Se puso a escribir para llenar sus días.

El inspector Trofeo vino a verla para devolverle el libro.
¡Qué apellido tan raro! pensó Rosana. Y se preguntó ¿más ridículo que raro o más raro que ridículo? Soy más inteligente que Raskolnikov ya que los autores del crimen han sido encarcelados y solo tengo enfrente de mí a un inspectorcillo. ¿No hay ningún Porfirio en nuestra policía?¿Solo hay gente de baja estofa?
«¡Un machista! ¡Me han enviado a un machista! ». Rosana no pudo reprimir una mueca de disgusto. Ahora, no solo era un combate de inteligencia, era también un combate de género. Y el combate desigual de una mujer enérgica y fuerte con un mequetrefe inexistente abovedado y granujiento que tuvo la impertinencia de añadir:
Rosana había contenido la bofetada. Este grandullón, este altaricón era un impertinente patán, un mal educado, un grosero, un zafio, un cafre. No iba a mostrarse tan tosca como él. Iba a mostrarle quien era el ser débil. Preguntó con una voz emocionante para que el inspector sintiese en sus garras el ínfimo peso de la presa palpitante:
Rosana tenía ganas de jugar con el inspector Trofeo, como el gato enloquece al ratón, y hacer de él su trofeo. Quedaron para la semana siguiente. Rosana fue a ver a su maestra aún vivía, pero perdía la cabeza y estaba un poquito sorda. Rosana le pidió que le hablase de una mujer notable, fuerte, orgullosa de su género, luchadora, lidiadora, y poeta.
A Rosana le encantó lo de los caballos sueltos, fogosos, salvajes como la reina y su cinturón mágico, de oro por supuesto como las joyas que escondía ahora en su casa. Fue como la reina, en pie de guerra la que recibió al inspector Trofeo.
Rosana se alabó a ella misma. ¡Cómo había apabullado al inspector! La gata juega y el ratón aguanta sus deseos, sus caprichos. A Rosana le gustó el placer de tener caprichos. Nunca, de niña, se había atrevido a tener caprichos. De doncella, pensaba que era un placer, de mujeres ricas, un lujo que nunca se podría permitir. Ahora se lo permitía. Se volvió coqueta, veleta, versátil, inconstante, fútil, superficial, arbitraria, veleidosa. Empezaba una conversación, la cortaba, cambiaba de tema, se alejaba bruscamente para abrir la puerta de un mueble, revolver el contenido de una caja, se olvidaba en la contemplación de la pared o de un árbol que descubría al instante, fijaba citas imposibles con el inspector, y cuando éste lograba  liberarse, cambiaba la fecha sin ninguna explicación. Por primera vez en su vida era una reina, reinaba yendo de extravagancia a fantasías sin que se atreviera a rebelarse su esclavo.

El arrogante inspector se quedaba mudo, la prolixidad de Rosana no le dejaba lugar. Si Rosana hubiera leído un segundo libro: La Celestina, hubiera sabido que «la prolixidad es enojosa al que oye y dañosa al que habla». Lo dice aa Celestina a Melibea.

Lo sabía el inspector Trofeo y esperaba que se secara la fuente de las palabras. La profesora de literatura y de psicología era Rosana.
Eran las horas de gloria de Rosana, su venganza sobre el destino triste que había sido el suyo hasta ahora. Había metamorfoseado al inspector en un ridículo pelele. Estas conversaciones, o más exactamente estos soliloquios eran adictivos para Rosana, y para la embriaguez del poder, cada vez necesitaba jugar más peligrosamente.

Ahora, a cada encuentro, lucía una de las joyas de la duquesa. Discretamente al principio luego de modo cada vez más abierto, hasta llamar la atención del inspector.
Rosana y el inspector ya parecían una pareja. Tenían sus costumbres. No les violentaba hablar francamente. Sin embargo, tuvieron que divorciarse. Al despedirse, le dijo a Rosana un final de tarde el inspector:
«Imbécil» estuvo a punto de gritar Rosana. Estaba compartida entre la felicidad por haber engañado a la policía y el pesar de perder, de un solo golpe, su juguete, su admirador, su poder y sus divertidos recreos. ¿Cuántas tardes vacías le esperaban? ¿Cuántas horas de aburrimiento? Tenía que poner la corona encima de su obra maestra.
El inspector aceptó como prueba de amistad. El café puso un punto final a la investigación.

Antón Terías, mayo 2011.


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