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Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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Winy


“¿Todo anda bien, señorita?” le preguntó a Winy, absorta en su monólogo, la azafata inclinada sobre la butaca vacía a su lado. Entonces intervino Pancho, sentado por detrás, susurrando algo por encima del respaldo en la oreja de la anfitriona, lo que la hizo agitar la cabeza con aire de entendimiento. Ella sonrió cariñosamente a Winy y siguió su camino hacia la parte trasera del avión.

Pancho, Francisco Pugiol Sanders, era el ángel de la guardia de Winy Massera, pagado por su padre y encargado de su custodia, de su seguridad y sobre todo de su bienestar. Ese hombre sin edad, discreto y eficaz, no muy alto, de rasgos muy criollos, respondía con mansedumbre y una sonrisa simpática subrayada por un bigote generoso, a todos los antojos de su protegida. Ella no dudaba en pedirle lo más extravagante, como alquilar siempre un par de asientos o de entradas en todos los lugares a donde acudía para que su mamá invisible la acompañara.

Winy, en realidad Luisa, pero su amiguitas le habían atribuido este nombre menos paleto, quería ser el exacto reflejo de las muchachas fotografiadas en las revistas femeninas que solía hojear: guapas, elegantes, sofisticadas y modernas, muy “à la page” como decían sus profesoras del Instituto Privado de Estilismo donde estudiaba. Casi lo conseguía, a pesar de la ligera torpeza de su cara y los kilos sobrantes que daban a su persona un toque enternecedor. Sin embargo se sentía muy feliz en ese cuerpo, con esa imagen. Había que decir que su papito hacia todo lo necesario para eso. Estudiaba y vivía ella la mayoría de su tiempo en la Unión, “WWLU” como decían en ese dichoso país (Word Wide Liberal Union), en Nueva Babilón, la ciudad más “in” del planeta. Sin olvidar a Pancho, tío benevolente, que la amparaba con su cariño.

Su padre, Emiliano Rafael Massera no era ciudadano de la Unión, tampoco ella. Su papito, guapo como un actor de cine, era un personaje muy importante y poderoso en ese país del Gran Sur, extendido a lo largo de la costa oeste del continente: Sierra Murena. Héroe de la lucha contra las actividades subversivas y terroristas de los enemigos de la Nación Sierra Murenista, desempeñaba ahora el cargo de Ministro de Hacienda. Estaba su hija muy orgullosa de él.

Winy no conoció a su madre quien, según su papito, murió pocas semanas después de dar a luz. “No murió de verdad tu madre”, le había dicho enigmático su padre varias veces. No conocía nada más de ella, a pesar de su nombre: Marta. Así pues, Winy inventó una madre invisible para sustituirla a esa “no muerta de verdad”. Por supuesto aprovechó la oportunidad para inventarse una mamá amiga, una mamita siempre condescendiente y comprensiva, una madre ideal. Sobre todo una madre que cabía perfectamente en el mundo donde se movía. La imaginó alta, esbelta, juvenilmente alegre y librada de los prejuicios de la edad, con “le chic” de las señoras distinguidas nuevababilonias. Su nombre cambió por Lola, porque a Winy le parecía mucho mejor. Así, bajo la vigilancia del honrado Pancho, mamita Lola, o mamá Lolita, dependía del humor, la sombra de su hija, la seguía a cualquier lugar, invisible para los demás, aconsejándola sin ninguna censura materna en su manera de vestirse, su maquillaje, su manera de comportarse para que se conformara con las exigencias de esa sociedad refinada en la que le tocaba vivir y estudiar. Su papito le había dicho muchas veces: “Aprovecha la suerte que tienes viviendo allí, en la Unión, con buena gente. Todavía, mi amor, no puedes entender; aquí, en este país, somos unos burros brutos e incultos que necesitamos manos de hierro para que no nos quejemos siempre. Tengo muchas más ambiciones para ti, hijita.” Por eso Winy pensaba que la escolta de su mamita invisible y de su ángel de la guardia con bigote era imprescindible. ¡Jamás, por supuesto, jamás habría hablado a su padre de Lola! No quería darle más pena, a su papito querido.

*****

Winy volaba hacia su país después de varios años en la Unión. Regresaba al lugar de su niñez porque su papito le regalaba una fiesta de cumpleaños en el hotel más grande de la capital. Tenía veinte años desde hacía ya unos días. “Quiero celebrar tus veinte años como los de una princesa”, decía el mensaje que le había enviado. Se sentía muy orgullosa de sus padres, el famoso y la invisible, mientras el avión cruzaba brincando la capa de nubes que parecía ahogar esa ciudad costera.

Cómodamente instalados en un coche de lujo, Winy y Pancho, y por supuesto la invisible Lolita, miraban pensativos la tristeza gris del paisaje que se desarrollaba ante sus ojos entre el aeropuerto internacional y el centro histórico: barriada tras barriada donde moraba gente fea y sucia, talleres mecánicos improvisados en la ribera de la vía donde jugaban niños en harapos. “Pura mierda” solía comentar ese tipo de espectáculo el ministro paterno. Ya echaban de menos la otra ciudad costera de donde se habían marchado unas horas antes. ¡Ojalá que llegaran pronto al Hotel de la Plata! Sin embargo la limpieza casi marcial del cercado, con sus largas avenidas rectas, sus edificios modernos al lado de los palacios coloniales, la bandera nacional gloriosamente exhibida en las fachadas de las administraciones, diferenciadas por las garitas de los centinelas a la entrada, les procuraron un poco de alivio y de reconciliación con su patria.

Los salones del Hotel de la Plata parecían una colmena donde enjambres de empleados excitados acababan con los últimos preparativos de la fiesta: unos cargados de bandejas llenas de comida, otros con fraques e instrumentos de música, algunos vestidos de negro y guantes blancos vigilando el baile, dirigiéndolo con el dedo extendido parecidos a jefes de orquesta. Todavía no habían llegado los comensales. Mientras tanto se entusiasmaba Winy con ese desfile inesperado y dio las gracias a su padre por anticipado. Pero no contestó mamá Lolita. Winy casi se desmayó al oír tan extravagante historia. Vacilaba entre ira y hundimiento. Dudaba en creer a esa Lola envejecida que insultaba a su querido papito. Por todos los poros de su piel brotaba un sudor que olía a vergüenza, odio y muerte. ¿Por qué esa vieja loca le destrozaba todo el día que celebraba sus veinte años? ¿Por qué no remataría con esa chola de mierda, como lo habría hecho su padre en aquella época? Winy la dejaba hablar ahora, aniquilada por el golpe recibido. Winy , trastornada, se agarraba a lo que encontraba para no desplomarse. Winy cerró los ojos para oír lo inaudible. Lágrimas quemantes de incredulidad empezaron a invadir las mejillas de Winy. La muchacha no pudo aguantar más, salió corriendo de los aseos cayéndose en los brazos de Pancho, siempre al acecho. Pancho la miraba preocupado. Trastornado por el susto de la chica dudaba. No sabía si debía actuar como el tío protector de siempre y apaciguar a la hija, o como el policía empleado por el padre y tomar en serio ese alboroto. Ella tuvo un acceso de miedo y, casi histérica, rompió a gritar: Pancho temía que se enterase la gente que los rodeaba. Nunca había visto a su protegida tan enloquecida. Se tranquilizó poco a poco Winy. Se espaciaron sus sollozos, se secaron sus ojos. Entonces pálida pero determinada como nunca, se escapó de sus brazos y ordenó:
*****
Después de una breve carrera por las avenidas casi vacías del cercano, el chófer lanzó su coche en el patio del ministerio, casi forzando al puesto de guardia que tuvo dificultad en reconocer una matrícula oficial. Al otro lado del patio de ese antiguo palacio vis real, advirtieron el coche del ministro en el que Massera estaba a punto de subir. Su guardaespaldas ya le había abierto la portezuela.

El chófer paró en un crujido de neumáticos. Entonces Winy se apeó y echó a correr en dirección a su papito, seguida por Pancho. Al reconocer esa voz, Massera abrió los brazos ingenuamente hacia ella, sonriendo. Al contrario, su guardaespaldas, asombrado por la irrupción del carro e intrigado por aquella muchacha que se aproximaba peligrosamente al ministro, desenvainó su arma. Pancho corriendo y temiendo la equivocación, hizo lo mismo. Al primer disparo, Winy cayó bocabajo al suelo, las manos apretando las ojeras. El tiroteo graneado se acabó con dos disparos sueltos, bien distintos, como una puntuación fúnebre. Sintió el viento del arranque en tromba del coche ministerial muy cerca de su cabeza.

El silencio espeso siguiente tuvo tiempo de fundirle el alma, como le ardían los labios por el calor solar de las losas del suelo. Cuando, largo tiempo después, levantó la cabeza, ya estaba en otro mundo, sus ojos encontraron la mirada asombrada de Massera, un hilo de sangre oscura le salía de la boca. Pronto se dio cuenta de los otros dos cadáveres que la rodeaban: el de Pancho, crucificado boca arriba, y el del guardaespaldas ridículamente desplomado con las nalgas erguidas.

Nunca se supo más de Winy.
*****
Así podría yo contar, hoy en día, en 2111, con un poco de imaginación y fantasía, el desenlace trágico de la vida de Luisa Lari Meinhof, alias Winy Massera, a raíz de los testimonios que me hicieron las pocas personas aún vivas que la conocieron, y de los escasos documentos todavía disponibles. El más sorprendente, y el que ha sido el punto de partida de esas pesquisas, es este artículo en primera página de “La Nación” del 11 de diciembre de 2084, al día siguiente del drama:



MURIÓ POR SU GENEROSIDAD UN HÉROE DE LA PATRIA.

“Su Excelencia el Ministro de Hacienda, Don Emiliano Rafael Massera, fue asesinado ayer por la hija de los Meinhof, Luisa Lari Meinhof, regresada a nuestro país para vengar cobardemente a sus padres. La misma criatura de menos de un mes abandonada por esos terroristas huidos, cuando fueron ejecutados por la policía hace veinte años, y de cuya educación se había encargado este generoso Gran Servidor de Sierra Murena...”

Ya, todo eso es agua pasada. Ahora, en nuestro siglo XXII, esos acontecimientos no podrían suceder.


Juan-Roberto, junio de 2011
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