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Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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EL HUERTO DEL CARTERO


"L'enfant ne suit pas l'homme, ayant les pas trop courts,
Heureusement ; il rit quand nous pleurons, il pleure
Quand nous rions ; son aile en tremblant nous effleure,
Met du jour dans nos coeurs pleins d'orage et de nuit."

Victor Hugo, La Légende des Siècles.


La gata negra, encaramada encima de la tapia, agachada, asechaba al petirrojo que se obstinaba en brincar sobre las tejas a unos pasos de ella. Las orejas aplastadas, totalmente inmóvil, ni siquiera parpadeaba, parecía una divinidad esculpida en el dintel de la puerta del huerto a fin de alejar a los duendes. Sin embargo, al duende del lugar no le daba miedo, en absoluto, esa imagen cuando ingresó en el recinto empujando la puerta carcomida pintada de verde. Los goznes oxidados chirriaron. El pájaro huyó volando calle abajo en dirección al pueblo. Los felinos ojos amarillos miraron al niño Banana con sorpresa y reprobación. La pantera diminuta saltó al suelo y se refugió desganada en la media sombra del minúsculo bosque de puerros.

Ambos compartían el huerto con total tolerancia; la primera por su tranquilidad, el segundo por aquella área de juego fascinante a su alcance. La mamá del niño Banana, que no era su madre, le había permitido jugar un rato en el calor de los últimos rayos del sol, en espera de la cena. Por supuesto no tardó en pasar la puerta. Le gustaba acuclillarse y hurgar la tierra con las manos, polvorearla entre los dedos cuando estaba seca o amasarla húmeda estrujándola hasta que asomara entre sus pequeños dedos morados el delicado lodo, entonces se reía admirando el contorno ocre que subrayaba las uñas. A veces sorprendía a una lombriz gorda que trataba de huir tierra adentro en una convulsiva agitación antes de que el niño la agarrase. Cuando este lo conseguía, se reía a carcajadas de sus impotentes movimientos presa entre un pulgar y un índice rechonchos, mirándola muy de cerca.

El huerto, lo labraba su papá, que no era su padre, porque era suyo. Al niño Banana le había enseñado todo, los arriates y todas las hortalizas: los puerros donde a la gata le gustaba dormir la siesta, las cebollas de mucho picar cuando uno las arrancaba para morder el bulbo, las papas cuyas hojas debían marchitarse antes de que se cosecharan, las lechugas de verde suave, las altas judías verdes muy útiles para que las arañas tendieran sus telas, las habas de hojas lozanas, y los tomates con sus rodrigones perfectamente alineados entre los cuales no se podía jugar haciendo eslalon sin que papá se enojara. Se guardaban la pala, el rastrillo y el azadón en el cobertizo cerrado para que el niño Banana no se hiciera daño jugando con ellos; son cosas de papá le había dicho. Solo se quedaban el cubo con su cuerda y la regadera en la carretilla parada a la orilla de la chacra, pero al niño Banana se le prohibía acercarse a esta, sin embargo lo hacía en secreto porque a él le gustaba mucho chapotear en el agua.

Su papá no era su padre, pero sí, muy inteligente. Ocupaba el cargo de cartero del pueblo. Recorría toda la comarca a bicicleta para repartir el correo con su gorra azul. Por eso vivía al otro lado de la calle en la gran casona del correo encima de la oficina donde su mamá, que no era su madre, vendía sellos y distribuía las cartas en los buzones para que su papá las llevara. A este le gustaba mucho la gente porque cada vez que encontraba a un villano lo saludaba levantando cómicamente la gorra. Los demás también lo estimaban porque nunca se negaba escribir las cartas de los que no sabían. O cuando esa Nochebuena, Paquito, él del Arenal, muerto de frío, vino solito, caminando por la nieve desde su apartado lugar, a pedir que su papá, que no era su padre, llamara por teléfono a la Guardia Civil porque su padre y su tío se peleaban con las navajas. Lo hizo y, mientras tanto, invitó a Paquito a tomar un chocolate humeante para que se calentara y le regaló golosinas para que su Nochebuena no fuese del todo perdida. Su papá escribía además poemas que leía después del discurso del alcalde cuando las fiestas patrias.

El niño Banana no sabía por qué la gente lo llamaba así. En realidad le daba igual, porque ese apodo vino a ser su verdadero nombre y le gustaba; ni siquiera se acordaba del de antes. Todo el mundo lo llamaba y lo conocía como niño Banana.

El niño Banana recordó todo eso regresando al pueblo treinta y cinco años después. Se encontraba en la región para acudir al entierro de su papá, que no era su padre. No había olvidado en absoluto la felicidad de su niñez, solo que esas impresiones y sensaciones de antaño brotaban de su memoria, casi inalteradas. La casona grande ya no era oficina del correo, porque en esos pueblecitos las habían cerrado todas. Ahora estaban viviendas y el patio grande donde solía jugar se había convertido en aparcamiento de coches. Del huerto no quedaba nada. Habían derribado la tapia, llenado la chacra y arreglado uno de esos pequeños parques inútiles con los cuales los pueblos de ahora se disfrazan de ciudad, con unos macizos de flores y un par de bancos. El niño Banana se sentía traicionado en sus recuerdos y experimentaba un sentimiento amargo. Sentada en un banco se encontraba una señora que vigilaba a un niño jugando a sus pies con las guijas de la alameda.

Al niño Banana lo cuidaba Marilú, la hija del panadero, durante las vacaciones y cuando trabajaba su mamá, que no era su madre. Al niño Banana Marilú le parecía muy mayor, iba ya al colegio de la ciudad. Vestía una bata linda con flores de colores y andaba ya muy señorita. Marilú se mostraba muy graciosa con él. Jugaban juntos en el huerto, ella empujándolo en la carretilla entre los arriates. La gata negra los miraba impasible sin moverse de su atalaya. Con Marilú el niño Banana podía acercarse a la chacra y hundir las manos en el agua fría, riéndose. También le dejaba cometer otras travesuras sin que se chivara a mamá. Incluso le enseñó un montón de palabras malsonantes que los hacían reír mucho. Al niño Banana le gustaba mucho Marilú.

Un verano, sentía el niño Banana subir en él la savia varonil y empezaba a inquietarlo esos bultos nacientes que hinchaban la blusa de Marilú. Experimentaba sensaciones contradictoras de apuro y de curiosidad. No entendía por qué mas no podía dejar de mirarlos. Una mañana, mientras que ella lo paseaba en la carretilla riéndose, las manos húmedas, casi tartamudeando de recelo, se animó a pedirle que se los enseñara porqué le gustaría mucho verlos. La risa desapareció de la cara de la niñera repentinamente, ella palideció avergonzada y lo dejó plantado en el carruaje entre las verduras yéndose enfadada. El niño Banana pensó entonces que había sido una locura pedir eso, sin embargo el recuerdo de esas dos ciruelas bailando debajo del tejido fue para él durante mucho tiempo la más sensual aparición.

Sí, años atrás, el niño Banana se acordaba con ternura y aún apuro de esa audacia y llegó a pensar que quitando al huerto su tapia, le habían quitado también su propia niñez y dejado su jardín secreto expuesto sin pudor, desnudo.

Poco después, el niño Banana sorprendió a Marilú en el huerto junto a su papá, que no era su padre. Ella, los brazos cruzados, escondía sus hombros desnudos con las manos. Hubo un silencio apurado entre los tres. Su papá, que no era su padre, le dio la espada mirando fijamente al otro lado en dirección de la gata negra cómodamente acostada en la tierra recientemente labrada alumbrada por un sol ya enrojeciendo. Marilú le sonría tontamente. El niño Banana no entendió en absoluto lo que ocurría, sólo experimentó celos porque ella se había negado a mostrárselos a él y ahora lo hacía a su papá, que no era su padre. ¡Eso no era justo!

Es así como el niño Banana perdió su inocencia, y...empezó a marchitarse su niñez feliz.

Meditando todo eso, un poco trastornado por esos secretos brotando improvisadamente de su memoria, el niño Banana se acercó al banco que estaba frente al de la señora y se sentó en la luz de un sol bajando. Pensó: "como le hubiera gustado a la gata negra". El niño que jugaba con las guijas lo miró largamente hasta que se cruzaron ambas miradas. Al percatarse de esa inspección metódica, el niño Banana le sonrió y le guiñó un ojo cómplice. El otro le contestó apuntándole con su mano derecha simulando una pistola: "¡Pum!", gritó riéndose. "¡Paquito, no molestes al señor de color! - dijo la señora- Ahora tenemos que regresar a casa, hijo mío, el sol está ocultándose y te vas a enfriar."

"¡Qué bien! - reflexionó el niño Banana - me ha llamado "de color" y no "negro", ¡menos mal! Mientras que se iba modernizando el lugar, la hipocresía de moda alcanzó a sus vecinos: antes me llamaban "niño Banana", ahora soy: "Señor de Color"!, ¡muy honrado, señora!" Rompió a reír a carcajadas en cuanto la señora con el niño cogido de la mano doblaron la esquina calle abajo. Se rió como solo saben hacerlo los "señores de color". Sí, definidamente sí, el niño Banana había perdido su inocencia.

Juan-Roberto
Abril de 2011
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