taller de escritura





Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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Adiós, Corredera


¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Gruñín y la Corredera.

Rosa odiaba a la Corredera pero la soportaba. Rosa amaba a su hija Gruñín que a su vez amaba con frenesí a la Corredera.

Rosa, la «marchitada» como la llamaban sus malos compañeros en la universidad era fea. Por eso le encantó la telenovela colombiana de tantísimo éxito: «Yo, soy Betty la fea»: la venganza del patito feo. Jamás se vengó pero compró todos los capítulos para verlos y volver a verlos cuando la vida se ponía fea. Y los veía a menudo.

Nadie jamás quiso recoger esta flor que, de verdad, se marchitó demasiado rápidamente, como para merecer su apodo. Una vez, creyó haber encontrado el amor en los brazos de un marino borracho y despistado. Al despertarse, el marino del ejercito se fue diciendo: « me voy a la guerra, dame tu dirección te mandaré recuerdos desde los países que atraviese. No había ninguna guerra (pero Rosa no se interesaba por la actualidad) y el único recuerdo que le dejó, ya estaba en su barriga.

Le habría encantado cuchichear al oído de su novio « te amo mi gruñi gruñi », la palabra de la telenovela que le parecía tan cariñosa. Pero solo le quedaba una hija. La llamó Gruñi.

Había pensado en el hecho de que  «Gruñi Gruñi» era demasiado largo, sobre todo cuando uno tartamudeaba un poquito como ella. Era consciente de su responsabilidad de madre. Se le ocurrió la idea que, por ejemplo, al cruzar una calle imprudentemente, sin tener cuidado (a todos los niños les falta prudencia), en el tiempo de gritar «Gruñi Gruñi» para que se detenga, podría ser atropellada por un coche (quizás dos si tartamudeaba). Idea intolerable que le quitó las ganas de doblar el «Gruñi»...

Pero la afable e inocente Gruñi mostró muy rápidamente que era una gruñona desagradable más próxima a una bruja que a un ángel, y su nombre evolucionó a Gruñín. Al principio, Rosa pensaba « mi niña llora, es normal, por culpa de los dientes, porque le duele el vientre, porque tiene ganas de dormir y no lo consigue, porque es difícil caminar sola y tiene miedo, porque no tiene bicicleta, porque es su primer día de clase, porque la maestra le ha puesto mala nota, porque sus compañeras están todas enfadadas con ella, porque no sabe tocar la zambomba...» Solo lloraba porque era una gruñona.

Lo de la zambomba extrañaba a Rosa. Una vez le había dicho a Gruñín que su padre era capaz de tocar el himno de la escuela naval militar con la zambomba. Rosa se burlaba de él porque sabía muy bien que este rústico instrumento casero de toque ingrato solo puede producir un sonido ronco y sin gracia. Pero, Gruñín quiso disgustar a su madre y demostrarle que era posible.

Rosa intentó inútilmente decir a Gruñín que era una palabra de borracho. Desde este año, en cada navidad, Gruñín, cada vez más testaruda, pedía una zambomba, el himno de la escuela naval militar era su villancico. Cada año era incapaz de arrancar un sonido, cada año lloraba más que el diluvio, cada año tenía un ataque de nervios más fuerte que el del año anterior, cada año tiraba la zambomba contra la pared, cada año había un jarrón menos. Rosa jamás pudo hacerle entender a su hija que el hecho de no conocer el himno de la escuela naval militar era un obstáculo superior.

Rosa abandonó «Yo soy Betty la fea» para ver «Barrio Sésamo» esperando que se enterara su hija del carácter pesado de Óscar el gruñón, una marioneta de  pelo verde que vive en un basurero, y tiene un comportamiento gruñón y desagradable. Pensaba que, con el carácter tan desagradable de Óscar, su hija entendería como debía comportarse. No fue una buena idea.

A Gruñín le encantaban dos cosas. La primera, era tener una razón para estar enojada, malhumorada, cabreada, irritada, encrespada y tajante. Le encantaba mostrarse odiosa, sobre todo con su madre que estaba obligada a soportarla y no podía huir como los demás. De este deseo nació su segundo amor. A Gruñín le encantó esta marioneta verde, cínica, descarada, insolente, caradura, falsa, hipócrita, doble y... que siente fascinación por la basura, y con frecuencia dice o grita "¡Amo la basura!" Siempre tiene muy mal humor, excepto con Moquete, su lombriz mascota.

Empezó por vaciar cada día el cubo de basura en su habitación de manera que su madre fuera testigo. Pero después de dos semanas se encontró pegada en el suelo. Y ¡el olor!, era una infección. Gruñín no podía dormir por la noche y durante el día, estaba mareada. Se arrastraba, pálida, lánguida, sin ánimo ni vigor. Intentó aguantar hasta que... ¡Huy! ¡qué asco! un gusano. Intentó sacarlo de la basura pero al tocarlo se sobresaltó de aversión. ¡Estos bichos son repugnantes! son tan asquerosos y repulsivos... entonces culpó a su madre por dejar a su hija en un basurero. Rosa limpió la habitación y Gruñín tuvo una noche de sueño profundo. Al final de su descanso, le volvieron las fuerzas para odiar al mundo entero. Le volvieron las fuerzas y volvió a su primer amor: la música. En música expresó sus dones y tuvo sus primeros éxitos. Consultó a su guía intelectual viendo los más famosos capítulos de «Barrio Sésamo». Se sentaba varias veces al día para escuchar «el himno del Gruñón», el único himno que se escucha sentado. Varias veces al día, gritaba (y no cantaba) con Óscar, hasta que le gire un poquito la cabeza :
«Saben lo que es el bien en el mundo: nada
Saben lo que me disgusta en realidad: todo
».

Y después, los pulmones vacíos, sin aire pero sin animosidad, escuchaba, desde la más honda iluminación mística, en estado de claridad espiritual obvio, desde el más profundo de su indiscutible éxtasis, Óscar el embriagador, cantar con Riqueta:

«Somos un par de gruñones, que cantan una canción,
unas notas son muy malas y hay otras qué pésimas son
».

Gruñín se persuadió de que no podía alejarse más tiempo de su vocación musical. Pero para cantar esta canción, le faltaba un novio. Por supuesto, el nombre de Riqueta era ridículo, pero lo habría aceptado con gracia para tener novio. Si en el colegio todos se comportaban como si no existiera, fuera, había dos tipos de reacciones. Las chicas huían al verla acercarse, y los chicos se acercaban... tirándole piedras. Mejor si estaba sola: era el signo de su genio. Hace mucho tiempo que ella se había percatado de lo de los genios, seres indispensables para el desarrollo del mundo, pero seres incomprendidos incluso despreciados. Y cuanto más lo son, más geniales son. Sin embargo debía tener cuidado, si su termómetro medía la maldad de los demás, estaba a punto de estallar.

Y de repente, se puso metafísica. ¿Metafísica o romántica? Era igual para ella. En las nubes de una felicidad jamás conocida, se le ocurrieron las palabras sencillas de la letra de una canción de amor, otro sentimiento raro (¿habría fumado un porro sin decírselo al narrador?).

«pienso que suerte la mía
no estoy soñando en realidad
vivo como en una nube
tengo lo que nunca tuve
te tengo a ti y a ti,
todo lo que me das
».

La remisión duró poco, pronto gritó: « ¡Que le den! ¡Que me quiten lo bailaó si pueden!». El mundo es una guarida de infames, de envidiosos, de maléficos, de bandoleros, de viciosos, de hipócritas, de gruñones, de malévolos, de ladrones. Una presciencia súbita le sopló que esta canción, su canción, Lucía Pérez iba a cantarla en el concurso de Eurovisión 2011 diciendo para más infamia, ser la autora. Tiró el último jarrón al suelo sin pasar por la etapa de la zambomba. Un aullido de dolor subió del fondo de sus entrañas ulceradas: « ¡Que; me quiten lo bailaó!»...

Al diablo, habitualmente su mejor amigo (fácil, es lo único), le hizo gracia torturarla. Se asomó a una de sus neuronas enfurecidas y le dijo: « pobrecita, nunca bailaste, tampoco tuviste novio ». Un chorro ácido de rencor, una llama del infierno casi le destrozó el corazón, por suerte, no tenía corazón. Gruñín irradiaba una ira funesta, y fue a iluminar su sitio preferido:

"El prado Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón".

Solo aquí estaba bien, en la plenitud de su malestar. De arriba a abajo su desprecio profundo hacia la humanidad rebotaba sobre las tierras de miga de un campo mórbido poblado de campesinos obtusos, viles y solapados.

Pensó, que para cantar «Somos un par de gruñones», no hacía falta que encontrara un novio o al menos un compañero (pero un novio mejor). Podía quebrar su voz para compartirla entre la tesitura de un varón y la de una hembra. Hizo varios ensayos que no se atrevió a llevar el viento, sin embargo fue un éxito y muchos perros vinieron para aullar a la muerte con ella. Uno de ellos se acercó a Gruñín, y para aliviar su sufrimiento, le lamió la pierna y hasta le meó encima.

Se rompieron sus últimos gritos de rabia y su voz. Se había quedado afónica. De estupefacción, ni tuvo la idea muy sencilla de dar una patada al perro ahora que lamía su orina. Por primera vez, le faltó su poder de maldecir. Volvió a casa, lastimosa, despavorida. Se echó sobre su cama, solo los muelles del somier gritaron. Permaneció allí extensa, embrutecida, inerte, estúpida y atónita. No solo estaba afónica sino atónita.

Pronto se durmió, por primera vez fue una noche entera de sueño sin pesadillas (gente feliz, niños adorables, enamorados besándose). Al amanecer le despertó la música: cruic, cruic, cruic... siempre la misma nota sencilla, pero con vibraciones armónicas sorprendentemente ricas, cruic, cruic, cruic... No era una música nueva, su subconsciente ya la conocía, cruic, cruic, cruic...

Se levantó y bajó a la cocina en la que se estaba tocando un instrumento raro: su madre, con un tacón implacable, aplastaba las cucarachas pegadas durante la noche en el adhesivo de las trampas que había colocado. Gruñín que se levantaba tarde habitualmente, jamás había visto esta hecatombe. Su madre murmuraba: Gruñín se sintió en paz. Una sonrisa malévola (casi  pleonasmo para ella) iluminó su rostro taimado. Por suerte, su poder para dañar estaba de vuelta. Esperó a que su madre estuviera totalmente absorta por su oficio y en sudor para congelarla con un grito helado: Rosa se detuvo, su hija se había levantado temprano, su hija se había enterado de lo que estaba haciendo (incluso la palabra « asesina » era una palabra de interés) y le había hablado para otra cosa que para quejarse de la comida infecta, la ropa usada, mal lavada o mal planchada. Para aterrorizar a su madre Gruñín intentó recoger un insecto (¡Qué asco!). Se inclinó hacia el suelo, se crispó en una mueca de disgusto que no podía ver su madre y logró agarrar una cucaracha que puso debajo de las narices de su madre que retrocedió tres pasos y casi se desmayó.

Tocar este cuerpo duro no era demasiado desagradable pero tan agradable era el susto que inspiraba a su madre. Rosa, la sangre caliente, se preguntaba entorpecida si aplastando las cucarachas, también había aplastado sus poderes sobrenaturales. Rosa descubrió a su hija, una hija capaz de pronunciar palabras que jamás le habría enseñado, ya que no las conocía. Se llenó de orgullo, un orgullo capaz de restañar sus llagas y borrar todas las malas palabras de Gruñín. Una demostración así dejó sin voz a Rosa. ¡Qué maestría! ¡qué holgura! ¡qué firmeza! ¡qué convicción! ¡qué aplomo! El aplomo que da el saber. ¿Habría parido a un genio?

Sabía que en los niños ingratos hay un tesoro y que había que esperar que los malos años pasaran.

¡Habían pasado! ahora le esperaba una larga vida de felicidad con su hija, una chica cariñosa, atenta, inteligente e incluso culta. Y todo eso, ¡gracias a una cucaracha! hubiera debido esperar a que Gruñín se levantase para aplastarlas, no habría esperado tanto tiempo su liberación. Tal vez sería feliz desde hacía unos años. ¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Gruñín y la Corredera en los caminos. Rosa vivía un infierno. Las patas de la cucaracha en agitación perpetua le acariciaban la piel, lo que le revolvía el estómago, pero no se atrevía a decir nada para recobrar el amor de su hija.

El resto del día, la cucaracha estaba encerrada en un recipiente de plástico. Así escapaba Gruñín a este contacto asqueroso. Al cabo de uno o dos meses, Gruñín dijo: Rosa compró una y los paseos fueron un poco diferentes. La escopeta, demasiado pesada, la llevaba Rosa. Gruñín le había pedido a su madre que hiciera una correa para la Corredera y pasársela por el cuello. Otra vez ¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Gruñín y la Corredera en los caminos.

El último día de la Santa Trinidad (sus destinos se separaron), Gruñín dijo que había visto un águila; pidió a su madre que le diese la escopeta, y que pusiese la Corredera al abrigo de sus manos. Gruñín hizo una demostración marcial del uso de la escopeta, la apuntó en todas direcciones y acabó por acogotar a su madre. Rosa recuperó el sentido gracias a algunas patadas de su hija, pero viendo una cucaracha sobre su pierna, con un acto reflejo la echó con un revés de la mano, cogió una piedra y... CRUIC... Rosa temía menos la escopeta que la apuntaba que la miraba feroz de su hija. Eran dos en el camino de vuelta a casa. Una delante, manos arriba, una detrás amenazándola con una escopeta. En casa, Gruñín encerró a Rosa en el retrete. Se asomó a la ventana para disparar sobre todo lo que se movía o lo que no se movía. Al primer disparo, con el culazato, casí se destrozó los hombros. Entonces, abandonó el método visto en las películas y puso el cañón de la escopeta sobre el respaldo de una silla. La silla se volcaba a cada disparo, pero Gruñín no arriesgaba más equimosis. Cerraba los ojos pero sentía no poder taponarse los oídos.

Poco a poco los hombres de la aldea subieron a la casa de Rosa. El alcalde pidió explicaciones. Gruñín ebria por su nuevo poder, hinchada de suficiencia, abotagada de vanidad, orgullosa de ver el pueblo temblar bajo ella gritó sin reflexionar: No se levantaron, ya lo estaban, pero volvieron al pueblo, porque el alcalde tenía un plan. Al día siguiente, los hombres subieron a la casa con las cucarachas y el equipo de sonorización utilizado en las fiestas. Gruñín no había pegado ojo y estaba de mala leche, aún le latía el corazón: la aldea le obedecía, le había expulsado, le había convocado y volvía hoy como había mandado, estaba a sus órdenes. El alcalde, acercó el micrófono a una caja llena de cucarachas, y con la otra mano empezó a dar golpes con una piedra: « Cruic...cruic...cruic... » Metódicamente, aplastaba las cucarachas unas tras otras. Fue un latigazo para Gruñín. ¿Era una provocación, estos villanos se burlaban de ella? Iba a comérselas, estas putas de bestias malas. Gruñin salió.

En las vibraciones rápidas de la ambulancia, como quejidos, creían oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: Cruic...¡adiós, Rosa! cruic... cruic... ¡adiós, Corredera! cruic... cruic...

Antón Terías, abril de 2011.

En homenaje a Leopoldo Alas "Clarín".

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