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Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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Al otro lado del espejo


Capítulo 3: Sor Pilar

     Empiezo por el capítulo 3. El primero era muy malo. Lo he borrado. El segundo era la continuación, y sin el primero era incomprensible. Además estos dos capítulos eran totalmente inútiles para lo que voy a contarles. Y yo, soy una persona muy pragmática. Entonces, nada de inútil, es mi lema. Para darle mejor pinta, he pedido a un amigo que me ayude a traducirlo al latín (lo he olvidado un poquito) y me encanta el resultado: «beati pauperes spiritu», suena estupendamente ¿no? pero, para los que no saben el idioma, he escrito «nada inútil».
     Entonces ¡beati pauperes espiritu!, ya que ahora me entienden. Por eso, ni hablar, no quiero escribir ni una palabra de los dos capítulos. ¡Son inútiles! Pero vamos al grano, me fastidian los inútiles que se van por las ramas.
     Sor Pilar era una monja y yo era un niño. Nada de pecado en eso, tampoco con las siguientes mujeres, con mi lema deberían saber que soy solo espíritu y no carne trémula («carne trémula» es una película del italiano Aldo Movar, lo siento, pero soy muy culto y mi cultura sobra y desborda). Propongo hablarles de mujeres a las que modelé hábilmente y que son un poco mi reflejo, pero al otro lado del espejo. Ahora entienden el título (es un guiño precioso ¿no?). Modelé a estas mujeres porque me hicieron escultor. A estas mujeres, las magnifiqué con mis propias manos. Solo eran prosaicos modelos, sin embargo, el artista por su talento, trasciende la trivialidad. Eran criaturas vulgares pero la cosa más baladí para algo puede servir, es eso el milagro cotidiano del artista. Voy a intentar recobrar en estas líneas la fiebre de la creación, porque la vida ensucia a todos, ya no soy inocente, crédulo, sencillo, simple, sino un amargado y dudo de poder encontrar el tono ingenuo de mis años felices.
     En aquella época estaba muy enfermo. Tenía una enfermedad rara: el síndrome de «Alicia en el país de las maravillas». No es una broma, es una verdadera enfermedad, es un cuadro clínico caraterizado por distorsiones de la imagen corporal y percepción alterada de la distancia, tamaño, forma o relaciones especiales con los objetos. Este desorden neurológico afecta a la percepción visual. Viene acompañada a menudo de episodios de migrañas.
     El único recuerdo de esta definición me da una migraña horrible. Poca gente sabe lo que es padecer migrañas insoportables. Es ... ¿Cómo decir? insoportable. Pero hoy no es asunto nuestro. Les explicaré en otra ocasión lo que son estas torturas... estoy buscando un adjetivo pertinente... ya está: insoportables, son torturas insoportables. Decir más es inútil. Se lo diré en otra ocasión.
     Vivía con mis padres en el campo. Nuestra casa, era muy pequeña. Era una herencia de mi abuelo (abuelito, te mando un beso al paraíso, si puedes encontrarme un lugar cómodo y blando, al abrigo de las corrientes de aire, reservármelo, te daré otro beso cuando llegue, pero eso no es urgente, el beso, no la búsqueda, tampoco mi llegada, no fui criado entre algodones y me gustaría que cambiaran las cosas).
choza      Nuestra cabaña era parecida a la de los incas que vi a través del espejo: una pobre choza con una única habitación con paredes de barro, un tejado de paja, un baúl, una mesa, dos bancos y para dormir, colchones llenos de hojas muertas. Jamás tuve miedo del hondo silencio de las noches. Los lectores dirán, ¡qué pobres eran! Es que éramos muy pobres, no es inútil decirlo para los demás.
     Mis padres querían que estudiase. Que fuera un hombre culto (eso lo he conseguido), un hombre que lleva con él el saber, todo el saber escrito del mundo, que logre ser al menos cartero.
     Una vez, mi padre estuvo muy orgulloso de haber recibido una carta. Se la enseñó a todos los de la aldea, riéndose de felicidad, pero nadie sabía leer. Un mes después, aún gritaba con alegría mientras mostraba la carta a los dos policías que se lo llevaron con ellos. Era la orden de pago enviada por un acreedor.
      Mi padre no volvió y mi madre aprovecho el hecho de que fuera más grande la casita, para colocar una biblioteca. Faltaban pocas páginas al libro de la biblioteca. Me lo había traído una monja, sor Pilar, la que iba a enseñarme a leer. Exulté cuando me trajo el libro, pero como todavía no sabía leer, no pude saborear la ironía en su colmo, el libro se titulaba Aventuras de Alicia en el país de las maravillas.
     No tenía mucha imaginación, pero Alicia me hizo ver las maravillas escondidas. ¿Dónde estaban escondidas? Todavía no lo sabía. Para darme ganas de estudiar, sor Pilar leyó el primer capítulo (éste sí era imprescidible) y mi madre se santiguó. No por lo que escuchaba, sino por lo del milagro. Sor Pilar llevaba siempre gafas de sol, incluso en la oscuridad de la casa. Eso era asombroso pero no milagroso. El milagro era el hecho de que la hermana Pilar pusiese el libro sobre la mesa y que lo leyera mirando las paredes. Era impresionante su facultad de leer como si tuviera ojos al lado de la cabeza. Mi madre no dudó de que había sido bendecido yo por el cielo y escogido por el Cristo para testimoniar la virtud de las Santas Escrituras. El hecho de comenzar MI apostolado con un libro impío no la inquietaba. A cada lectura mi madre se santiguaba, rezando por dentro y agradeciendo al cielo por habernos mandado una santa mujer capaz de leer en postura de gallina.
     Sin embargo, gracias a mi inteligencia, resolví pronto el misterio. Un día las gafas de sor Pilar se deslizaron de su nariz y percibí su estrabismo pronunciado. Sor Pilar era coqueta y bizca. Supe que había nacido para investigar. Por ejemplo, ¿Qué había al otro lado del espejo? ¿y qué encontró Alicia allí? dijo sor Pilar que «A través del espejo y lo que Alicia encontró allí» era el libro siguiente en el que Alicia era también protagonista. ¡Cómo me habría gustado tener un segundo libro en mi biblioteca y por supuesto «A través del espejo»! Pero se agravó mi estado de salud, y sor Pilar anunció que la única solución era llevarme al hospital de la ciudad.
     ¡La ciudad! palabra mágica para mí que nunca había ido a ninguna ciudad (tampoco a otro pueblo u otra aldea). Avenidas, calles largas, coches para todos, ruidos, colores, la gente con ropa bonita, rascacielos, agua en el grifo, ducha, electricidad (teníamos sólo una bombilla pequeña en toda la casa). Para mí, la ciudad era el otro lado del espejo, porque en el campo todo es llano, el horizonte está vacío, los rebaños estúpidos, las casas feas, la gente sucia.
      Eso me lo había dicho un compañero que iba de vez en cuando a ver a su tío a la ciudad. No lo había creído porque era un poquito mentiroso hasta que los policías que se llevaron a mi padre habían dicho: «Verás es una prisión de cinco estrellas con grifos de oro en la bañera, alfombras en los pasillos y en las habitaciones, camas con colchones suaves y sábanas de seda, música celestial difundida por altavoces, comidas riquísimas, criados para servirte, lavar y planchar tu ropa... serás tratado a cuerpo de rey». ¡Todo era verdad!
     Antes de ir a la ciudad, sor Pilar me preguntó: Juré dos veces, una frente al ojo derecho y una frente al ojo izquierdo, andando con mucha esperanza de uno a otro.

Capítulo 4 : Consuela

     En la puerta del hospital, me esperaba Consuela. La enfermera llevaba una bata de una blancura luminosa, como la ropa de la Inmaculada Concepción. Había amamantado a demasiados Cristos y sus carnes eran tan flácidas que su cinturón le servía de sujetador.
     En las iglesias, la Virgen llevaba ropa larga, era mejor que escondiese sus piernas. 4 Me dio (Consuela, no la Virgen) dos besos oliendo a tabaco y me cogió de la mano para subir la escalera del hospital.
     No era cobarde, pero tampoco me sentía seguro. El hospital era un rascacielos de al menos tres pisos con muchas ventanas en cada piso. La puerta era tan grande como mi casita, pero desde el umbral no se percibía la pared del fondo. Y nada de oscuridad, habían pintado todo en blanco. Todo era silencio, el ruido de mis pasos estaba apenas cubierto por la respiración ronca de Consuela.
     En el fondo del pasillo había otra escalera. No encontré eso muy práctico. Ya habíamos escalado uno. ¿Por qué irse al fondo del pasillo para encontrar un segundo? Y otro pasillo con la respiración más fuerte de Consuela. Me enseñó mi habitación. Ya había siete niños, y cada uno tenía una cama para él. Consuela puso mi hatillo sobre la mesilla de noche al lado de la cama vacía. Consuela me besó otra vez, todavía olía a tabaco pero a tabaco mojado con la lágrima que acababa de secar. Eso me asustó. La señora lloraba, sabía lo que iban a hacerme, ¿qué iban a hacerme? Me puse a temblar. Me cogió otra vez de la mano para llevarme a una habitación inmensa con muchas sillas pero sin cama. Temí haber sido castigado por mis preguntas estúpidas: una habitación sin cama tampoco compañeros. Consuela me mostró una biblioteca llena de libros, tal vez demasiados. Mi madre decía «demasiado es pecado» cuando pedía otro plato. Se lo diré a Consuela cuando no esté enfadada conmigo.      Consuela me acarició el pelo. Ahora no parecía enfadada. Ya pensaba en ir a acostarme en mi cama y ensayar todas la posturas: boca abajo, boca arriba, de costado, en estrella de mar... Mi cama... no me acordaba ¿tenía sábanas de seda como la cama de mi papá? No había tenido tiempo para averiguarlo, tampoco sabía que era la seda. Me dejó solo. Empece a buscar el libro deletreando los títulos, «La prin-ce-sa tris-te» ¡empezabamos bien! ¿Se cuentan historias tristes para los niños en la ciudad?, « Tu-li-pa-nes de car-tón » Al primer riego se van a marchitar, es una tontería para gente de la ciudad...« Gab-ri-el no te mu-eras » muy bien, ¡son las circunstancias en un hospital! « His-to-ri-a de la Cá-ma-ra de Di-pu-ta-dos »...
     Me importaban un bledo las camas de los diputados, solo pensaba en la mía. «El temp-plo del sol». Mejor, hay dibujos pero hay también bocadillos con texto, siempre hay texto en los libros.
      Me dolía la cabeza de tanto leer. Me volví y lo ví. Estaba ahí el espejo, un espejo grande en un marco oscuro ornamentado con molduras. Mi padre, para afeitarse, ponía un trozo de cristal roto sobre una cazuela de hierro boca abajo. De vez en cuando mi madre le preguntaba: Pues, es normal que haya espejos en los hospitales si duele menos cuando hay espejos. Me acerqué al espejo. Era grande, el cristal no estaba roto como el de mi padre, pero estaba seguro ¡funcionaba mejor!
¿Pero cómo funcionaba? «Haz funcionar tu imaginación» dijo Consuela. Es más fácil decirlo que hacerlo, no tenía costumbre. Acaricié las molduras del cuadro. Una se movió, tuve miedo de haber roto el espejo. ¿Qué iba a decirle a Consuela? No me atrevia a imaginarlo.

Capítulo 5 : Nefertiti

     ¡Sí lo imaginé! No imaginé lo que iba a decir Consuela, hay que entrenarse un poquito para dirigir su imaginación, pero para un principio fue un buen principio. Por supuesto, las imágenes aparecieron progresivamente, pero imaginar se aprende más rápidamente que la lectura.
     En el centro del espejo, se encendió una pequeña luz que se alargó hasta que la imagen tuvo el tamaño del espejo. «La capital francesa tiene actualmente una muestra sobre la más famosa reina de Egipto: Nefertiti » (tenía imaginación con sonido y voz femenina como la de sor Pilar, si Consuela no me hubiera pedido imaginar, seguro que habría pensado que me había vuelto loco). Vi primero, en el medio de una plaza, una pirámide de hierro, nada más normal, pero no recordaba que construyesen pirámides de hierro, y después, una cola en la puerta del museo. Por fin, el busto espléndido de una hermosísima mujer.
     Sor Pilar me había hablado de las siete maravillas del mundo y me había traído fotos. Sabía que la pirámide era una maravilla. No me acordaba de las demás, tal vez el conejo blanco ya que Alicia estaba en el país de las maravillas. Había también una reina pero no se llamaba Nefertiti.
Nefertiti       Una banda de pilluelos se echó a hacer la ronda alrededor del busto cantando: « Vnéferpipi,Vnéferpipi... ». Un guarda del museo los ahuyentó agitando los brazos luego dijo a los visitantes: «Una escultura que con su enigmática sonrisa -¿de sabiduría, de sensualidad o de desdén?- ha sido considerado la Mona Lisa de Amarna ». Una locura, ¡tres nombres para esta mujer! ¿Se llamaba  Vneferpipi, nefertiti o Mona Lisa?
     Imaginé entonces que ella también había querido una pirámide y vi a los esclavos extraer bloques de piedra de las canteras, tallarlos, cargarlos sobre un barco, encañar para ir hasta el valle de los reyes, perdón, el valle de las reinas, e izar los bloques cada vez más alto. De ahí la cuestión acostumbrada: ¿por qué las pirámides acaban en punta?
     De repente, en una iluminación, encontré una repuesta, sin reflexionar, sin pensar ni un segundo, LA repuesta, tan sencilla que nunca se le ocurrió a nadie: para ahorrar bloques de piedra.
     Le expliqué entonces mi teoría revolucionaria a un público tan entusiasta como invisible « ¿Han visto ya este país? Un desierto. Arena, arena, el Nilo, arena, arena y arena. No hay piedras, no hay montañas.
Hay que ir muy lejos para encontrar una sierra. Pues un arquitecto, tan genial como yo, tuvo la idea fantástica de poner menos bloques en cada planta para ahorrarlos. Por eso las pirámides terminan en punta ». Aplausos de pie.
      Y añadí para mí mismo: «Hay gente que se retuerce los neuronas para entender el misterio de la forma de las pirámides. ¿Qué misterio? Al llegar a la ciudad, encuentro.  Creo que va a ser mi destino, encontrar, la ciudad es el huerto en el que se desarrolla la inteligencia, y yo, no tomo el rábano por las hojas».
      La imagen desapareció y otra lo reemplazó. No se podía detener mi fantástica imaginación.

Capítulo 6 : Mama Cagua

      ¡Qué asombroso nombre! ¿no? Lloque Yupanqui, el Inca se casó con ella. Se conoce a Lloque Yupanqui, como el zurdo memorable (en quechua). « Zurdos y cojos danme en los ojos» decía mamá... ¿Mi mamá...? no la mama que es la esposa de su marido (no me gustaría que mi mamá se llamase Cagua que parece ser una palabrota), ¿mi mamá conocía a la pareja? El marido zurdo, la mujer coja y a pesar de eso Rey y Reina... No me lo podía creer, decía también « ¡cuídate de los que Dios marca! ». Todos los amigos de mi mamá estaban sanos.
      Un zurdo trae mala suerte, un cojo también, entonces ¡los dos! En el espejo hay muchas joyas de oro, máscaras de oro, platos de oro, todo de oro para el rey y la reina, y la pobreza para el pueblo. Vi las chozas de los campesinos, más miserables que las de nuestro pueblo. No tenía que quejarme. Un zurdo y una coja, ¡no hay nada peor!
      Entonces era feliz en nuestra aldea. Nadie fue condenado a muerte. Es lo que había visto en el libro de Tintín. Había echado un vistazo al libro El templo del sol. Había un dibujo en el que el profesor Tornasol, era atado y esperaba su sacrificio. Los incas iban a matarlo por sacrilegio. No sabía lo que significaba «sacrilegio», creía que era por haber robado una prenda. Siempre mi madre me decía : «si tienes hambre, roba para sobrevivir, Dios nunca castiga a los ladrones por hambre, que sean malditos los ricos que no dan nada a los pobres. El infierno es para ellos».
      Los incas son seres crueles cuando son normales, y despiadados cuando son zurdos y cojos. ¡Pobre profesor Tornasol que tenía frío!

Capítulo 7 : La Castafiore

      Me encanta el número de este capítulo. Desde niño me siento afín a este número, pero envejeciendo he encontrado muchas razones para serlo más. Profundo y místico, el número siete recoge la energía del séptimo planeta: Neptuno. Hay siete colores en el arco iris, hay siete sonidos musicales, son siete los arcángeles, son siete los días sagrados de la creación o las iglesias del apocálipsis.
     Es sobre todo el número de la verdad. En la vida de cada hombre hay una mujer que le deja destrozado, que le rompe el espejo, y son al menos siete veces, siete años de desgracia hasta que la infelicidad madure.


      De repente, oí los ruidos de un fregadero al desaguar aguas de vajilla: venía la enfermera jefe cantando. « Es un poco sorprendente al principio pero después nos acostumbramos» me dijo un compañero. Rimaba su canción al paso pesado de su pierna demasiado corta: cojeaba. Pensé que era la hora de la Castafiore y que iba a admirar su reflejo en el espejo, y no al otro lado si no tuviera imaginación. Pero no cantaba « Ah je ris de me voir si belle en ce miroir ». Me sobresalté. Me designaba con un índice torcido, de su índice izquierdo. ¡Zurda y coja! Me faltaba eso. ¡Cuidáte de los que Dios marca!
Así llaman a los espejos en la ciudad.

Antón Terías, enero de 2011.


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